Recuerdos de Arenales y mi pasado otaku en los 90s.
Grietas en los cultos comerciales limeños

El brillo que veía en mis ojos ante la televisión después de llegar del colegio, las tardes infinitas tarareando las canciones de Sakura Cardcaptor y todas esas veces que pretendía que mi escoba era el báculo de sakura, daban indicios que yo sería una fiel otaku en el centro comercial Arenales. Un otaku limeño es un fanático -casi religioso – seguidor del anime que tiene una “enfermiza” relación con éstos productos culturales y frecuenta Arenales. Yo, al igual que muchos, usaba este término peyorativo con orgullo para describir mi compromiso con la cultura pop japonesa y las reunas otaku en este centro comercial.


El universo otaku consumió 8 años de mi vida. El 2002, llegué por primera vez al C.C. Arenales. Sólo existían 4 ó 5 tiendas dedicadas al anime y una de ellas era Sugoi; que además de comercializar productos culturales japoneses, también era responsable de una publicación emergente dedicada a la crónica y crítica del manga y el anime. Recuerdo que muchos pasillos eran tenebrosos, la luz no llegaba a ellos pero de lejos algunos posters coloridos proclamaban que alguna vez habrían sido populares puntos de encuentro en Lima. Este texto busca ser una relectura del C.C. Arenales por medio de una breve evaluación histórica del recinto y los cultos comerciales que lo habitan. Espera ser una alternativa a lecturas de Arenales asociadas a peligrosos fanatismos o peculiares subculturas que aun habitan este edificio.



En 1979, Arenales fue concebido como uno de los primeros centros comerciales en la capital introduciendo el concepto estadounidense de “tiendas anclas”, y compitiendo con el muy cercano C.C. Risso, al ahora desaparecido C.C. Avant Garde en Miraflores y al desolado C.C. Camino Real en San Isidro. En conjunto, estos centros comerciales se propusieron modernizar la ciudad por medio de su infraestructura. En el caso de Arenales, se esperaba que su posición estratégica en Lince, entre San Isidro y el centro histórico de Lima, continúe la misión revitalizadora que empezó Risso.




En los años ochenta, el recinto gozaba de una popularidad similar a la que actualmente goza el C.C. Jockey Plaza. La película Juliana (1989) del colectivo audiovisual Grupo Chaski, capturó los últimos momentos en los que las clases acomodadas de Lima frecuentaban el C.C. Arenales a consumir de productos estadounidenses. También fue uno de los primeros centros comerciales en incorporar cines dentro de sus instalaciones. Sin embargo su popularidad no duró, la violencia armada que azotaba al país, cada vez más se hacía visible para quienes habitaban la capital; el terror desatado empezaba a limitar aquellos pocos espacios públicos considerados relativamente resguardados. En 1992, el C.C. Camino Real fue locación de uno de los atentados terroristas en la ciudad de Lima. Después del ataque sanisidrino, Arenales y otros centros comerciales dejaron de ser una alternativa de entretenimiento segura para los consumidores limeños acomodados.





Al comienzo de los noventas, sin embargo, el ocaso económico nacional condujo a muchas industrias a comprar alternativas culturales más baratas a las estadounidenses. Tal fue el caso de los medios de comunicación, que optaron por comprar anime y causando así su gran presencia en la televisión nacional a lo largo de la década. Esta periodo, además, coincidió con el esfuerzo de las diferentes casas de animación japonesas por exportar el producto cultural a un nivel global–esfuerzo conocido como Cool Japan, marca adoptada por el gobierno japonés para exportar sus productos culturales como una forma de soft power (poder blando) sobre otros estados.






Para finales de los noventa, la violencia armada en el país se me fue negada, como a muchos otros, a pesar del temor percibido y compartido en mis espacios familiares. Muchos de nosotros sólo recibimos una narrativa limitada y simplificada de la historia reciente: “Alberto Fujimori erradicó el terrorismo y ahora estamos bien”. Sin embargo, yo no encontraba explicación para las diferencias radicales entre lo que veías por los medios y las numerosas protestas que veías en las calles. Para mi, los únicos programas en la televisión que respondían al horror enunciado por los protestantes, eran los animes. Para el comienzo de los dosmiles, todavía el silencio y el temor al diálogo dominaba mis espacios de seguridad, habiendo aún muchos quienes se resistían a hablar (o escuchar) sobre las complicadas dinámicas de violencia por las que el país estaba atravesando. El C.C. Arenales se convirtió para mí en uno de esos pocos espacios donde había una voz resiliente y dispuesta a hablar sobre la violencia. Claro está, bajo el filtro del anime.






Una suerte entre las primeras cosechas de fieles seguidores que generaron los animes noventeros en Lima y un desértico centro comercial pintó el contexto para el cambio del olvidado Arenales. Después de gozar cierto éxito con su fanzine Sugoi en 1997, los hermanos Antezana decidieron ampliar aquellas pequeñas reuniones que sostenían con sus amigos y hacer de Sugoi un proyecto holístico para fanáticos del anime: el Club Sugoi. Los miembros podrían consultar la librería del club, así como obtener descuentos a los diferentes eventos gestados por éste. Sería una pequeña tienda en el C.C. Arenales el lugar elegido como la sede oficial de Sugoi.

Arenales, quizás, no era el espacio más adecuado para una niña de 10 años, pero fue el lugar donde me tocó empezar a aprender y reflexionar sobre los diferentes tipos de violencia. Los primeros años en Arenales era muy callada y me deleitaba escuchando reflexiones sobre diferentes animes. Anhelaba poder ver y leer animes de la manera que lo hacían los otakus. Recuerdo claramente cuando tres de ellos hablaban, quizás un tanto irresponsablemente, del psicoanálisis y enfermedades mentales a raíz de la serie Neon Genesis Evangelion, ambientada en un Tokio futurista. Los otakus dijeron que, al igual que los personajes de la serie, el entonces prófugo presidente Alberto Fujimori estaba loco y se alimentaba de las almas. Esto cambiaba la narrativa de las cosas que me habrían contado mis padres, éste hombre lucía menos como un mesías y más como alguien macabro, o un “sociópata” en palabras de mis compañeros otakus.

Para mi, los noventa y los primeros años de los dosmiles estuvieron dominados por la televisión, tanto los canales nacionales como aquellas primeras cintas de VHS que compré en Arenales serían los medios por los cuales veía anime en casa. En algún punto, sin embargo, todo perdió su realidad y parecía que estaba viendo anime, aunque estaba viendo gente real expresando problemas reales. Después de regresar a casa de aquella conversa en Arenales, en la televisión pasaban los videos del asesor de Fujimori y el jefe del servicio de inteligencia (SIN), Vladimiro Montesinos, más conocidos como los Vladivideos. Estos videos caseros revelaban que Montesinos sobornaba a políticos y a diferentes líderes de empresas privadas, incluyendo a líderes de la industria de medios de comunicación, para que trabajen para el estado. La publicación de éstos videos eventualmente condujo al fin del régimen Fujimontesinista. La sonrisa de Vladimiro asemejaba la sonrisa de Fujimori en su famosa canción de campaña presidencial El Ritmo del chino. Bajo la tenue y pixeleada imagen en la pantalla de vidrio ambas, las macabras sonrisas de Fujimori y Vladimiro, lucían indistinguible del uno al otro como si fueran de un anime. Eran muy similares a la actitud de Gendo Ikari de Evangelion, un personaje taciturno quien se acercaba a los protagonistas para luego manipularlos desde la sombra.


Ya que muchos, incluidos mis padres, veían al manga y el anime como caricaturas para niños, no pensaban que éstos tendrían el poder de revelar fisuras del contexto inmediato en el cual se exponían. Esta fue la razón por la cual a mis sólo 10 años, mis padres no tenían ningún problema con que yo lea mangas como Akira de Katsuhiro Otomo. No sabían que se trataba del motociclista Shotaro Kaneda, líder de los Cápsulas en un Tokyo post-apocalíptico en el 2019. En Neo-Tokio, el gobierno ejercía un rol opresivo, desencadenando problemas de terrorismo anti estatal, violencia de pandillas y la emergencia de grupos extremistas. Al igual que los otakus en los pasillos de Arenales, Akira confrontaba la violencia tanto directamente en su gráfica explícita como indirectamente por medio de complejos personajes que difícilmente encajaban en la dicotomía héroe/villano que otras series para niños insistían.



Las personas quienes trabajaban en casa, empleadas del hogar y limpiadores, decían haber escapado de provincias buscando un futuro mejor, mis padres me prohibieron preguntarles el por qué. Fue sólo al ver anime y discutirlo entre otakus, que reconocí este como un gesto tanto humano como violento. Humano, por querer protegerme; Violento, por insistir en su olvido. En la segunda película de Sakura, la última carta amenaza con desaparecer todo aquello más preciado para Sakura. No mata o destruye, sino desaparece. Para Sakura, la desaparición es increíblemente dolorosa, porque a diferencia de la muerte o destrucción, niega que alguna vez existió.

La negación que yo creía sólo existir en relación a la guerra interna del Perú, me di cuenta a lo largo de mi vida otaku, que era algo con lo cual convivía. Imperceptible, en pequeñas dosis, pero presente hasta en aquellas primeras ocasiones que fui a Arenales. Alguna veces mis abuelos, quienes vienen de Cusco, me recogieron de allí y hablaban entre ellos en su idioma materno, en quechua. Les pregunté por qué no le enseñaron a mi mamá el idioma y me dijeron que en Lima ese habla no era visto como “educado”. En una ciudad la cual normaba nuestras diferencias por medio de violentos actos de negación, para mi, ser otaku en el C.C. Arenales era un pequeño acto de resistencia.


Escrito el Lunes 03 de Octubre del 2016 y publicado en la revista digital Myopía
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